Exposición "Reflejo: la memoria del río".
MAC Valdivia y Galería Réplica. 2023.
Esto es abrir un espacio de significación mayor que no descansa únicamente en una visualidad empírica, situada, sino también, y parafraseando a Freud en El malestar en la cultura, en una escritura de los ausentes; en algo así como una inquietante latencia que recorre este camino desde el infierno del encierro y la tortura al río que, al final del día, es huella y trazo, suplemento o “prótesis de un origen” –como escribe Jacques Derrida– de un porvenir, quizás, menos sombrío.
Tal como lo apunta Rancière en Malaise dans l'esthétique (2004), la política siempre ha sido estética y la estética siempre ha sido política, son una sola y misma cosa que, en Evocación/ reflejo, se emparentan en una trama tan especular (no solo en el sentido de espejo) y psicoanalítica como memorística y futurológica, tan íntima así como reveladora de un horror de calibre grueso.
Lo anterior abre un umbral, un portal hacia una dimensión espectral, fantasmática, del mismo modo que se despeja como una alegoría mínima pero estremecedora. ¿Cómo no temblar? (2006) se preguntaba el propio Derrida de cara al espanto que le provocaban sus recuerdos de niño judío en el momento en que los nazis ocupaban Argelia.
Y es aquí donde quisiera detenerme y proponer, desde mis trabajos sobre la filosofía de la deconstrucción, una reflexión breve sobre el trabajo de esta artista.
Me detendré en lo espectral y en el cómo a través de lo visual, Mercedes hace hablar a los fantasmas, los trae de vuelta con toda su carga testimonial recuperándose, éstos, en su querella, en la demanda, en el grito por justicia –siempre inconcluso y siempre siendo– y que se desliza en cada uno de los artefactos especulares y reflejo-reflexivos que se incorporan sin pretensiones de trascendencia, en cada una de las fotos, los videos y aquello que, precisamente, y dada la sensibilidad ubicua de Mercedes Fontecilla de cara a la tragedia, se recuperan en un lugar con nombre propio: Isla Teja. Ciénaga rugosa, árida y sombría donde, como en tantos otros sitios en que la barbarie celebró sus fiestas macabras, se dieron cita “las monstruosas orgías del odio”, como escribía Paul Claudel.
Mercedes con su cámara, hace aparecer al espectro de los muertos y desaparecidos, al fantasma de los torturados. Y en este sentido nos referimos a un arte profundamente ético. Hablamos de fantasmas que se entrometen y aparecen en la vida de los sobrevivientes. Decimos aquí vida en un sentido afirmativo porque se trata de aprender a vivir con los fantasmas y porque es necesario decir sí a la venida intemporal de los que no están presentes: “[…] aprender a vivir con los fantasmas, en la conversación, en la compañía o en el compañerismo, en el comercio sin comercio de los fantasmas» escribe Derrida en Espectros de Marx (1993). Esta exigencia quiere entenderse como una responsabilidad ético-política y, al mismo tiempo, como un exceso respecto al presente. Esto está en ese espejo donde Mercedes es reflejo y se hace una con la historia, no como un eslabón más sino diluyéndose en ella, siendo ella.
No se trata de superar este presente, ni de alterarlo ni de transformarlo, sino de entender un tiempo en donde lo fantasmagórico tiende a diseminarse fuera de cualquier orden cronológico. La responsabilidad, entonces, debería ser afirmativa respecto de esta no contemporaneidad. El tiempo de los fantasmas sería, también en tanto otro, el tiempo del duelo.
El trabajo de Mercedes en esta línea, es profundamente responsable y, quizás más que cualquier libro o recuento al estilo Informe Rettig o Informe Valech, es un testimonio densísimo, por su sutileza, de un tramo completo de la historia de este país.
En este sentido el espectro (lo visible-invisible) o el fantasma, es lo que queda del muerto y es a él a quien debemos afirmar. El arte probablemente lo logre mejor que cualquier otra forma de narrativa. El espectro como huella de una memoria y también como fuerza testimonial de los ausentes. Aprender a vivir con los fantasmas es aprender a vivir con las cenizas. Escribía Derrida en La Difunta ceniza (1987): “Tengo la impresión de que el mejor paradigma de la huella no es […] la pista de caza, el abrirse paso, el surco en la arena, la estela en el mar, el amor del paso por su impronta, sino la ceniza (lo que resta sin restar del holocausto, del quema-todo, del incendio el incienso)”.
La ceniza sería el suplemento de lo que ya no es, es decir, doblemente negada: el no ser del no ser. “La ceniza se escribiría aquí como un lugar de testimonio sin verdad a verificar: una ceniza irreductible al concepto, al saber e incluso a la historia, a la tradición” (Derrida, Schibboleth, 1986). Las cenizas se proyectan aquí como la aparición desde siempre espectral de un pasado, pero de un pasado imposible en su temporalización. Tal es el impacto de esta obra que conmueve por su inconmensurable simpleza, diría, también, corajuda ternura.
“En principio el duelo. No hablaremos más que de él”. Es lo que sostiene Derrida en Espectros de Marx cuando se refiere a esta cosa bizarra, subversiva y anárquica para la ontología que es el espectro. El duelo sería, en principio, una zona para esto que deambula inmemorialmente en la insinuación.
Asumamos que el duelo ha sido concebido en nuestra cultura como la urgencia de ontologizar los restos. Esto precisa domiciliarlos, hacerlos ubicables, es decir, evidenciar su lugar: “[…] es preciso saber quién está enterrado y dónde -y es preciso (saber..., asegurarse de) que, en lo que queda de él, él queda ahí. ¡Que se quede ahí y ya no se mueva más!” (Espectros de Marx). Si sabemos dónde residen los restos, entonces sabremos de dónde vendría el fantasma, si es que viene realmente. Pero, y estas son las preguntas entre muchas otras por supuesto que pueden surgir, que nos increpan desde la fotografía de Mercedes Fontecilla ¿no es acaso la imposible venida del espectro su única posibilidad de venir, de manifestarse y asediar al mundo de los vivos? La venida del espectro es su siempre estar viniendo: “En el fondo, el espectro es el porvenir […] sólo se presenta como lo que podría venir o (re)aparecer: en el porvenir” (Espectros de Marx).
Tenemos en esta obra, fantasmas que asedian fuera de toda disposición ontológica. Y en esta perspectiva la evocación y el reflejo nos disparan a la constatación, siempre difusa, de que el trabajo de los fantasmas es más allá y más acá de la tumba, de ese lugar físico y firmado donde residen los restos. En las fotos de la artista no hay cuerpos a modo de testimonio, tampoco, creo, una línea temporal definitivamente clara; lo que aparece y reaparece en estos espacios de encierro capturados por su lente es ausencia, suplemento, voces que se radicalizan en la órbita insistentemente ética de una memoria que, al menos en un país como Chile, sistemáticamente tiende a evaporarse.
Es entonces que este trabajo exige que el duelo permanezca imposible, sin normalidad, apuntando sin dirección a ningún tipo de restitución o permuta económica que favorezca la simple sustitución. El duelo no como trabajo de los vivos sino de los fantasmas. Aprender a vivir con los fantasmas es el exordio, es decir, el tiempo del aprender a vivir.
Podríamos intentar muy fugazmente, desde los trabajos de Walter Benjamin en relación a la huella, pensar lo que se re-fleja de manera fina e intuitiva en el trabajo de esta fotógrafa chilena. Así, el filósofo nos dice en principio que la huella es “[…] la aparición de una cercanía, por lejos que pueda estar lo que la dejó atrás” (El libro de los pasajes, 1927).
Lo anterior es importante en la medida que la huella nos señala un acercamiento, una forma de hacernos, aunque sea imaginariamente, de algo que había quedado suspendido en un “antes”. La huella es en esta dirección siempre una posibilidad para la activación de un recuerdo, de una memoria, de una zona que se niega a que el paso del tiempo borre ese rasgo que le pertenece al pasado pero que se actualiza en el presente. En la perspectiva de Benjamin, la huella es lo propio de lo político, en tanto busca en el presente las explicaciones de un pasado arrasado por la barbarie.
Lo que resulta inquietante en este acercamiento al que nos lleva Evocación/reflejo, es que nos permitiría dar cuenta de que la huella no es cuestión de certezas, de saber que si aquello que estamos buscando estará o no ahí. La huella nos lleva por un sendero plagado de dudas (recuerdo en este preciso instante el “oscuro bosque del error” que recorrieron Dante y Virgilio como arqueólogos del infierno en La divina comedia), de falsas interpretaciones, de acercamientos a veces más felices a lo que se busca, pero que no se deja atrapar en su propia estabilidad.
En otras palabras, la huella es evocación y reflejo; antes que todo, una exigencia ética que trae el pasado al presente para exigirnos responsabilidad; una respuesta que se emparenta fuertemente con la justicia y con la generación de una memoria. En esta línea, por más que la búsqueda sea o no oficial, o por más que se encuentre o no aquello que se busca, la huella nos llama, nos invoca y nos empuja a responder.
Esto se coordina con las ideas que Benjamin sostiene sobre la historia y en la que nos parece importante decir algo. Para él la historia propiamente tal “no se plasma ciertamente como proceso de una vida eterna, más bien como decadencia incontenible (El origen del Trauerspiel alemán, 1928). Si entendemos que la historia no es un ducto implacable que avanza sin detenerse hacia una suerte de eternidad, sino más bien como un tiempo y espacio al que le va adherido su propia decadencia, es decir sus fracturas, sus escisiones, sus fallas, es entonces, en esta condición falible de la historia misma, que se nos muestra la emergencia de la huella.
En Mercedes Fontecilla, la huella aparece como una emergencia inesperada, como una invitada no considerada que desvía en esa misma emergencia hacia la consideración de nuevas rutas, de exploraciones, sin más armas en la mano que una cámara y un espejo que son la armadura de una artista que abre grietas, desconocidas grietas que, sin embargo, repercuten fuerte en la historia.
Esta es una insistencia; pero insistir no significa aquí ubicarse en la zona de quien protesta, sino en la eventualidad siempre política de densificar espacios que por la retórica oficial han sido sellados o echados a las bodegas de la historia.
La parte final del río, que se ve como un momento de liberación con la sombra de Mercedes y su cámara sobre el caudal, es más una invitación a seguir insistiendo para siempre en la búsqueda de nuevas huellas; las mismas que se abren e insinúan en este poético, político y conmovedor trabajo fotográfico.
Por Javier Agüero Águila.